Las economías regionales argentinas (EERR) son complejas cadenas de valor que integran producción agropecuaria, agroindustria, logística y comercialización. Se trata de actividades intensivas en capital y trabajo, con ciclos de inversión largos y retornos diferidos, que requieren financiamiento sostenido hasta alcanzar el consumo final. Para que estas economías sean viables, resulta indispensable una correcta alineación entre costos, precios y acceso al crédito.
Sin embargo, el actual esquema macroeconómico se construye sobre supuestos que desconocen esta realidad productiva. A diferencia de los commodities globales o los mercados financieros, las economías regionales operan a baja escala, dependen fuertemente de la infraestructura pública y enfrentan marcadas asimetrías territoriales. Aplicarles un modelo de ajuste, apertura irrestricta y restricción monetaria sin mecanismos compensadores equivale, en los hechos, a empujarlas a la pérdida de competitividad y al retroceso productivo.
En materia de costos, las EERR enfrentan un fuerte encarecimiento derivado del aumento de tarifas energéticas, combustibles, insumos —muchos de ellos importados— y transporte. Durante 2025, estos costos crecieron por encima del 50%, impulsado principalmente por la quita de subsidios a la energía, que además impacta de manera directa en la logística. Este incremento no guarda relación con la evolución de los precios de venta y deteriora la competitividad tanto en el mercado externo —como ocurre con el ajo frente a Brasil— como en el mercado interno, por ejemplo en la producción de pulpa de tomate.
La eliminación de subsidios no corrige supuestas “distorsiones”, sino que traslada al productor regional costos estructurales que no puede absorber ni trasladar a precios. En un país donde transportar una tonelada desde el interior al puerto puede costar más que enviarla al exterior, hablar de “precios reales” es una abstracción. Los subsidios a la energía y al transporte no son privilegios, sino instrumentos de compensación frente a las desigualdades territoriales que, de no existir, dejan fuera de competencia a las regiones alejadas de los grandes centros.
Por el lado de los precios, la desregulación y la apertura de importaciones, combinadas con la caída del consumo interno producto de la pérdida del poder adquisitivo del salario, generan sobrestock en las cadenas comerciales. Sectores como el vino o el durazno industria enfrentan una sobreoferta que presiona los precios a la baja, ubicándolos incluso por debajo de los costos de producción. Lejos de fomentar eficiencia, esta dinámica erosiona la rentabilidad y desalienta la inversión.
En el caso de los productos exportables, el atraso cambiario actúa como un factor adicional de pérdida de competitividad. La estabilidad macroeconómica no puede sostenerse a costa de encarecer en dólares los costos internos y licuar los márgenes exportadores. Sin un tipo de cambio competitivo —y, en muchos casos, diferenciado— las economías regionales pierden mercados, empleo y valor agregado local, profundizando las asimetrías frente a los grandes complejos exportadores.
El acceso al financiamiento constituye otro de los principales cuellos de botella. Con tasas de interés superiores al 50%, el crédito resulta inviable para la mayoría de los productores, que quedan sin capital de trabajo, dependen de la preventa y pierden autonomía frente a la industria y el comercio. Esta restricción financiera impide invertir en tecnología y productividad, perpetuando un círculo vicioso de baja rentabilidad. Las economías regionales no demandan crédito para la especulación, sino para sostener la producción, financiar cosechas, acopio e industrialización.
A todo ello se suma la falta de inversión del Estado nacional en infraestructura estratégica —caminos, conectividad, riego, energía y gas— y el debilitamiento de instituciones clave como el INTA, SENASA, INV, INASE o INAFCI. Estas entidades no representan gasto improductivo, sino inversión en sanidad, calidad, innovación y trazabilidad, elementos centrales para la competitividad sistémica del sector.
Un modelo macroeconómico que aspire a fortalecer las economías regionales debería avanzar en el sentido contrario al actual: financiamiento accesible, estímulo al consumo interno, administración inteligente del comercio exterior, tipo de cambio competitivo, promoción de exportaciones con valor agregado, sustitución de importaciones mediante tecnología nacional, subsidios a la energía y al transporte, políticas agrarias con asistencia técnica, segmentación fiscal y fondos de compensación frente a contingencias climáticas.
Ordenar la macroeconomía es necesario, pero no puede hacerse desordenando el territorio. Las economías regionales sostienen el empleo rural, fijan población y generan divisas de manera descentralizada. Un modelo que las ignora no estabiliza: concentra, expulsa y empobrece. Lejos de necesitar un mercado “libre”, las economías regionales requieren un Estado inteligente, capaz de comprender sus tiempos, su heterogeneidad y su rol estratégico en el desarrollo nacional.
¿Por qué el modelo macroeconómico actual no le sirve a las economías regionales?
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